Después de tres jornadas de procesiones, cuando llega el Lunes Santo se respira en el aire aroma de algo grande, y es que la procesión del Cristo del Perdón tiene un poso y una solera que no tienen las procesiones precedentes. No pretendo menospreciar a las otras, nada más lejos de mi intención, pero es que hay cosas que se tienen o no se tienen y lo auténtico tiene el valor de lo no impostado, de lo que mana por naturaleza. Así cuando junto a mi familia y mi gente espero la procesión en la Plaza de San Pedro, apoyada la espalda en el abrevadero del Rhin, y asoma la cabeza de la procesión por la Plaza de las Flores, entro en un éxtasis que no termina hasta que cierran las puertas de San Antolín tras la entrada del Cristo del Perdón. Lo cierto es que aunque el cortejo me gusta de cabo a rabo, hay dos momentos que me emocionan especialmente. Uno es cuando el enorme barco de Jesús ante Caifás emboca la calle San Pedro y sus puntas de varas se intrucen hasta el mismísimo Rhin. Me encanta ver a sus estantes inclinados, contrarestando los de la derecha a los de la izquierda, sacando los pies hacia adelante y hacia fuera, en un alarde de fuerza y sobre todo de murcianía. ¿Se puede pedir más? Pues la verdad es que no, pero aún queda el otro gran momento, aún más hermoso, aún más sublime, el gran paso del Cristo del Perdón repitiendo la misma maniobra que el Caifás, pero todavía más perfecta, todavía más a flor de piel. No hay trono en Murcia que ande mejor que el Cristo del Perdón, también quizás porque no hay trono en Murcia más rotundo, más definitivo. El conjunto de imágenes es maravilloso, el rosal en la cruz un delirio, la peana una joya de Carrión Valverde, las bombas de luz insustituibles, y ese Señor del Malecón que desde su enorme envergadura todo lo puede.
Calle San Pedro desde el Rhin
Luego llega la hermandad la Soledad con sus nazarenas de raso negro. Siendo un niño consideraba que estas nazarenas tenían bajo su túnica el caramelo más preciado de toda la Semana Santa, y aunque, cuando ellas llegaban, mi bolsa de caramelos estaba rebosante, deseaba que una de ellas me concediera el privilegio de darme un caramelo, pero si además era una de esas lágrimas dulces envueltas en aquellos minúsculos papeles de colores la alegría era completa.
Al llegar el paso de la Soledad la procesión ha terminado, pero yo me voy junto a ella, acompañándola por la calle del Pilar, hasta alcanzar la plaza de San Antolín. Allí está esperando el Cristo del Perdón, y junto a Él una multitud de nazarenos y gente que no se marcharán hasta que sus sagrados titulares se alojen en su templo. A eso de la 1.30 de la madrugada todo ha terminado. Solo quedan 365 días para que, junto a mi gente, vuelva a esperar a la Cofradía del Perdón apoyado en el abrevadero del Rhin.
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