Se levantó muy temprano, se vistió con el traje oscuro de pana y
se caló el sombrero para salir a la calle. Desde hacía más de dos décadas, cada
Viernes Santo repetía el rito. Marchaba sólo por el malecón, caminaba despacio
en dirección a la Iglesia de Jesús. La Juana ya no podía acompañarle, el
corazón le dijo basta, y su Andrés y su Juan tuvieron que marcharse hace ya
muchos años a Francia para sacar a sus familias adelante. No había día que no
se acordara de ellos, pero en Semana Santa el vacío se le hacía inmenso.
Al llegar a la estatua de Don José María Muñoz, tomó a la derecha
y caminó junto a La Aljufia para llegar a Murcia. Aún no apuntaban las claras
del día y decidió pasarse por la taberna para tomarse un revuelto. Nada más
entrar, los estantes de La Caída le saludaron efusivamente.
ꟷ¡Tío Andrés, qué alegría, un año más
que le vemos por aquí!
ꟷCuanto le echamos de menos.
ꟷYa quedan pocos nazarenos bragados.
ꟷSi estos mindundis supieran cargar la
mitad que usted.
ꟷ¿Cómo están sus hijos?
ꟷ¿Este año tampoco pueden venir?
El viejo, visiblemente emocionado, se despidió escuetamente de los
que tiempo atrás fueron sus compañeros.
ꟷBuena carrera.
No era necesario decir más.
Minutos antes de las 7 se dirigió a la plaza de San Agustín, donde
año tras año contemplaba el discurrir de la procesión. En cuanto sonaron las
campanas de la iglesia, se abrió el portón. El pendón morado apareció
majestuoso y la burla arrancó a tocar. Un reguero de penitentes cargados con
cruces comenzó a pasar ante él. Muchos le conocían y le obsequiaban con huevos,
monas y caramelos. Sus manos grandes y callosas recibían la dádiva al mismo
tiempo que inclinaba la cabeza. Luego llegó el paso de La Cena, después La
Oración en el Huerto... Pese a la enorme admiración que sentía por Salzillo,
durante la procesión se le olvidaba mirar a las imágenes, y aunque las
cataratas le nublaban la vista, sólo tenía ojos para la labor de los estantes.
Sin darse cuenta pasó El Prendimiento, Los Azotes, La Verónica y
llegó La Caída. No podía evitar que el corazón se le acelerara cuando veía
venir su paso, su Cristo. Una mezcla de orgullo y nostalgia le provocó un nudo
en la garganta. El cabo de andas acercó el trono hasta el lugar en el que se
encontraba el Tío Andrés, le tendió la muleta y le conminó a dirigir el paso.
Un golpe seco hizo retumbar la tarima, el viejo se alejó unos
metros y comenzó a dirigir la curva. ꟷAlfonso, saca los pies. Aguanta Martínez.
Luis acuéstate un poco más. La tarima izquierda la quiero arriba. Ese punta de
vara trasero, déjate un poco.
El trono, como si flotara, fue girando sobre su eje y un nuevo
golpe sobre la tarima rubricó el final de la maniobra. Andrés, satisfecho, se
abrazó al cabo de andas y le devolvió la muleta. Pero cuando se dirigía a su sitio
le sobrevino un vuelco al corazón. En el cepo le pareció ver a su hijo Andrés
veinte años más joven. Se frotó los ojos y cuando volvió a levantar la cabeza,
un estante de 18 años y con acento francés se acercó y le abrazó con lágrimas
en los ojos. ꟷAbuelo, soy aquí, abuelo soy feliz.
El Tío Andrés miró a su Cristo y entre sollozos musitó ꟷAhora si,
ya me puedes llevar con mi Juana.
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