Hoy hace 2 semanas que enterramos a mi padre, 2 semanas duras, que se suman a los 7 meses de lucha contra el cáncer. Nada de esto empaña el recuerdo de mi padre, más al contrario, me refuerza en el convencimiento de que era una persona excepcional. Ni una sola queja, ni una sola mala cara, ni una sola renuncia. Pese a estar herido de muerte, se aferró a la vida con todas sus fuerzas.
Cuando nos anunciaron la enfermedad, toda la familia lloramos desconsoladamente, pero al día siguiente mi padre dijo: “No se llora más, ahora lo que toca es pelear”. Estoy seguro que se marchó convencido de que seguía en la lucha. Nunca se rindió y, pese a ser consciente de la gravedad, nunca cargó sobre nosotros ni un solo gramo del dolor y la amargura que llevaba dentro. Hasta el último segundo haciéndonos la vida lo más agradable posible.
Porque mi padre era generoso, no de los que dan esperando recompensa, generoso por naturaleza, generoso a carta cabal. Se daba completamente a los demás como si no le costara, con una naturalidad que muchos de los presentes pudisteis disfrutar. Pensaba antes en la felicidad de los demás que en la suya propia. Pero, paradójicamente, esto es lo que le hacía feliz.
Mi padre era una persona alegre y divertida, capaz de irradiar buen rollo allá por donde pasaba. Siempre tenía una palabra amable, un comentario ocurrente, un gesto cariñoso. A veces era un martirio salir con él a la calle, pues se paraba a hablar con todo el mundo, saludaba a diestro y siniestro y era imposible llegar a la hora al sitio donde hubiéramos quedado.
Mi padre era un disfrutón, un verdadero disfrutón de la vida. Hay gente que se muere con 90 años y no ha vivido, pero a mi padre le dio tiempo a vivir 2 o 3 vidas. Disfrutón de la vida, en el mejor sentido. Disfrutaba y hacía disfrutar a los que tenía alrededor. Verdadera alma de las fiestas, siempre en positivo, siempre sumando, siempre generando buen ambiente.
Durante toda su vida supo regar con generosidad tanto a su familia como a sus amistades, tenía tiempo para todos: Para su mujer, para sus hijos, para sus nietos, para sus hermanos, cuñados y sobrinos; pero también para multitud de amistades: sus compañeros del instituto, los de la peña el Corrental, los del tenis, los de correos, los del centro de mayores, los vecinos del edificio… y tantos y tantos otros que nombrarlos a todos convertiría esta lista en interminable.
Mi padre fue un hombre bueno. BUENO con mayúsculas. Bueno de los que hay pocos (sé que soy su hijo y por tanto poco objetivo) pero estoy seguro que los que lo conocíais, pensáis lo mismo. No tengo dudas de que su alma ha ido al cielo por la vía más directa. Aunque también creo que San Pedro, en la puerta, le ha debido dar el alto, no para juzgar su bondad, esa es incuestionable, si no para que Pepico le contara el chiste del Demoño Rojo.
Claro que estoy triste, muy triste. Pero al mismo tiempo tengo tantas cosas por las que alegrarme. Ya que cuando pienso en mi padre siempre tengo recuerdos positivos, porque su memoria sigue viva en cada uno de nosotros y porque no estoy solo, tengo una familia y unos amigos maravillosos. Y en este momento tengo a mi madre que yo sé que es grande, muy grande, pero que, con la marcha de mi padre, su figura se ha hecho gigante.
Me encantaría que cuando salgamos de aquí, lo hagamos con la intención de disfrutar de la vida, ya que sin lugar a dudas es el mejor tributo que podemos hacerle a la memoria de mi padre.
Allá donde estés. Gracias Pepico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario