miércoles, 14 de marzo de 2012

Rincones de mi memoria (Viernes Santo I)

             Iglesia de Jesús desde la Plaza de San Agustín

Durante mi infancia solo había dos días en el año que los nervios me hacían despertarme antes de que asomara el alba. Uno era el día de Reyes, el otro el Viernes Santo. Recuerdo el fresquito mañanero cuando mi padre, mi hermana y yo salíamos de casa, recuerdo que conforme nos acercábamos a Jesús iba aumentando el número de estantes y penitentes que se dirigían a la iglesia, recuerdo que cuando llegábamos al lugar en la que todos los años veíamos (y seguimos viéndo) la procesión, allí nos encontrábamos con mi tío Antonio y con unos amigos de mi padre de la infancia, que todos los Viernes Santos (o casi todos) volvían de Madrid a su Murcia para disfrutar de sus tradiciones, pero sobre todo de su familia y de sus amigos. Podría contar tantas y tantas cosas de los nazarenos, de los pasos, de la música, de anécdotas que allí sucedieron, podría pasarme horas en este empeño y no acercarme ni por un instante a la verdadera esencia de lo que allí he vivido. Es absurdo que lo intente porque hay algo transcendente, algo que está en el aire y se siente pero que soy incapaz de asir.
Llegado a este punto dejenme que cambie el guión de mi discurso y me centre en los años que estoy residiendo en La Ñora. Desde que me fuí a vivir allí mi Viernes Santo se levanta con algunas diferencias. Dejo a mi mujer acostada (ella disfruta más con la cama que con la procesión) y yo cojo mi coche y serpenteo por los carriles de la huerta en los estertores de la noche. Aparco en el descampado que hay justo antes del puente que cruza la autovía, a la altura de la estación de autobuses, y me encamino lento, casi eterno, hacia la plaza de san Agustín, al lugar donde todos los años de mi vida he visto y veré la procesión de los salzillos. Para llegar allí tomo por la calle del doctor Jesús Quesada. Ésta es la calle adyacente a la iglesia de Jesús y en la que se organizan los penitentes de cada hermandad. Me encanta deambular por allí minutos antes de que den las 6 de la mañana hora solar. El morado de las túnicas lo inunda todo y la claridad del día se va asomando tímidamente entre senás, capirotes, cruces, puntillas y pies descalzos.
Y otro año más se ha producido el milagro, todo está preparado para que comience la mañana más luminosa de Murcia, para que se den cita con puntualidad matemática la historia, la música,el arte y la tradición.
Pero en verdad lo que me emociona hasta calarme el alma no es la procesión en si, sino que mi familia, los que están y los que no están, volvemos a reunirnos en el mismo sitio, el mismo día, a la misma hora. Llego y pienso: ya estoy/estamos aquí. Y en ese momento me reafirmo en mis valores y mis convicciones, es el instante en el que tomo conciencia de que mi reloj vital sigue haciendo tic tac.

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