viernes, 24 de marzo de 2017

HERENCIA NAZARENA



No recuerdo en que momento comencé a sentir este entusiasmo por la Semana Santa, pero si tengo claro quienes me transmitieron esta pasión. Mi padre y mi tío me cogieron de la mano para que les acompañara a vivir los diez días más maravillosos del calendario. Conforme pasaron los años mi agitación fue creciendo, y en cuanto llegaba la Cuaresma me lanzaba a conseguir los programas y revistas que se publicaban en estas fechas y a releer con fruición los pocos libros que tenía sobre Semana Santa. Llegó un momento en que la Cuaresma se me quedaba corta y necesitaba más, pero me autoimpuse la abstinencia cofrade pues fui consciente de que estaba obsesionado y terriblemente enganchado. A día de hoy y ante la evidencia de que no tengo solución, me dejo arrastrar por mi adicción nazarena durante todo el año.
¿Saben por qué les cuento esto? Porque sé que es un sentimiento compartido, porque en esta bendita Cofradía de la Caridad hay personas que están tan trastornadas como yo, que nos encanta estar en el chiringuito de la playa hablando de procesiones, que cuando viajamos en Agosto o en el puente de la Inmaculada o en Navidad, nos mandamos fotos de Cristos, Vírgenes y pasos de otras Semanas Santas para comentarlas, porque cuando tenemos nuestras reuniones del trono, la post-reunión se convierte en una interminable tertulia cofrade, porque cuando estamos en los últimos fríos de febrero y caminamos noctámbulos bajo los naranjos de la Plaza de las Flores, nos miramos cómplices porque hemos sentido al mismo tiempo la incipiente fragancia del azahar.
En mi familia, en cuanto a enajenados por la Semana Santa, se podría decir que mi padre y mi tío son la versión 1.0, que yo soy la versión 2.0 y que por detrás, con solo 5 años, viene mi hijo, que es la versión 3.0 (corregida y aumentada). El que les hable de mi hijo no tiene el propósito de contaros lo guapo, lo listo, lo alto y simpático que es, sino porque se puedan sentir identificados, bien porque tengan un hijo o una hija con unos comportamientos similares o bien porque hayan sido hijos que han imitado a sus padres en el sentir nazareno.
Mi hijo vistió su primera túnica de nazareno con 8 meses. Prácticamente no salió del carrito, pero me atrevería a decir que se sentía feliz de ir ataviado así.


La primera vez que mi hijo recorrió entero el pasillo de mi casa fue tocando una trompeta de juguete. Iba procesionando y, al estar más concentrado en la trompeta que en caminar, consiguió no caerse durante 30 segundos.
Mi hijo era incapaz de quedarse sentado delante de la televisión ni con Pocoyó, ni con Cantajuegos, ni con Micky Mouse, ni con nada. Pero teníamos un arma secreta, ponerle videos de procesiones. No era la panacea, pero conseguíamos que al menos durante un ratito se estuviera quieto.
Tampoco conseguía estar jugando con algo demasiado tiempo. Pasaba de una cosa a otra con inusitada rapidez. Con tres años, con lo único que se entretenía más de 15 minutos era tocando el tambor ¡Qué alegría para los vecinos y la familia! Pasaba de la burla al toque de la BRIPAC y de éste al de la Cofradía del Refugio (como él decía: “el tambor de la procesión de la noche”).
En una ocasión estábamos tomando un aperitivo en una terraza del centro de la ciudad. De repente la mesa se movió, volcándose los vasos que había sobre ella. A mi hijo no se le había ocurrido otra cosa que meter el hombro bajo la mesa como si estuviera cargando un trono.
Ante la insistencia y la locura de mi hijo, mi madre le hizo un paso de Cristo a pequeña escala, con sus varas y almohadillas incluidas. Este trono está en casa de mis padres, y cada vez que vamos a visitarles nos organiza una procesión donde cada uno de los miembros de la familia ocupamos un lugar en el cortejo, no falta el tarareo de la marcha real a la salida y a la recogida.
Muchas veces, cuando vamos al supermercado y el carro de la compra va cargado, mi hijo me ayuda a dirigirlo, pero para hacer los giros apoya su hombro sobre el carro y saca los pies para empujar como si estuviese cargando en un paso. En otras ocasiones se pone delante haciendo de cabo de andas. Cuando quiere que paremos da un golpe en el frente del carro, cuando quiere reanudar la marcha, otro golpe. Me va mandando, izquierda, derecha, más despacio. Lo malo es que yo le sigo el rollo y casi siempre acabamos en la sección de los dulces.
Tuve que esconder los guantes que uso en el Vía Crucis ya que en cuanto me descuidaba me los quitaba, se colocaba la medalla de la Cofradía, cogía una cruz que se fabricó con listones y cinta adhesiva e inmediatamente convertía el pasillo de casa en el recorrido de las estaciones de penitencia.
En las navidades de 2015 le apuntamos a un concurso de pintura en el Museo de Bellas Artes. Tenía que hacer un dibujo navideño basándose en lo que podía verse en el museo. Lo que le inspiró fue una escultura de Cristo, así que su creación navideña fue un dibujo de Jesús crucificado.
A él le encanta disfrazarse. El otro día nos sorprendió cuando salió vestido de legionario, cantando el Novio de la Buena Muerte y portando sobre los hombros su cruz de listones e imitando a los legionarios que en Málaga acompañan al Cristo de Mena.
Esta navidad ha hecho dos comentarios que por sí solos dan la medida de su obsesión. Le regalaron una campanita como la que usa Papa Noel, estaba en su habitación tocándola y me dice: “¿A qué así es como toca la campana el hombre de la capa que va en el Vía Crucis del Cristo de la Caridad?”. La otra anécdota es que los Reyes Magos le dejaron en su habitación un montón de globos dorados. A él se le ocurrió que los globos dorados se los había dejado Melchor porque era este rey el que le había regalado oro al niño Jesús. Acto seguido me comentó: “¡Qué bien! A lo mejor Gaspar nos ha traído incienso”.
Me dejo muchas anécdotas en el tintero, pero entiendo que esta docena es más que suficiente para ilustrar que mi hijo es nazareno de la Caridad durante todo el año.
En 2015 salió por primera vez con su túnica corinta tras el paso. Iba concentrado en  lo que tenía que hacer, serio, casi sintiendo la responsabilidad de ser nazareno murciano. Llegó hasta el teatro Romea, no podía más de cansancio y de sueño, y aun así, su madre lo sacó de la procesión a regañadientes. Al año siguiente hizo el recorrido completo, para él era inconcebible no llegar de vuelta a Santa Catalina. Repartió  todo lo que llevaba en su sená, en la mía y en la de varios miembros de la dotación del paso. Estaba atento a todo, empapándose de lo que se vive en la procesión, fijándose en como cargamos unos y otros. Me llegó a reprochar que me estaba acostando demasiado y que me dejara de hacer postureo. Luego se fue de la mano del cabo de andas hacia adelante para mandar el trono (a su manera) durante unos instantes. Habló con casi todos los estantes y escuchó atentamente lo que cada uno le decía. Al final de la procesión uno de los nazarenos fundadores del paso me dijo que con lo que más había disfrutado de la procesión era con la ilusión de mí hijo.
Sé que yo soy prescindible en la Cofradía pero nuestros hijos e hijas no lo son. Nosotros hemos recibido una herencia que nos ha calado hasta lo más hondo, que nos hace vibrar, que nos emociona intensamente y que día a día vamos trasmitiendo a los que nos suceden. Nuestra identidad colectiva, nuestros anhelos y nuestras esperanzas están incrustadas en este legado. Necesitamos a nuestros hijos para que preserven la esencia nazarena y mantengan encendida la llama de la Semana Santa. En su ilusión va nuestra ilusión y de su entusiasmo se alimentarán los que han de venir para perpetuar la más hermosa de las celebraciones.

miércoles, 22 de marzo de 2017

CUANDO CUARENTA DÍAS SON UNA ETERNIDAD



Casi sin esperarla nos sorprende la Cuaresma. Cuando aún nos estamos desperezando de un invierno que se despide a ritmo de pasodobles y cuplés chirigoteros, la cruz de ceniza nos marca la frente. El calendario toca a arrebato ¡Ya está aquí la semana más deseada! Pero no es más que un espejismo de torrijas, viacrucis, presentaciones de estrenos patrimoniales y revistas cofrades. Aún queda descontar los días de marzo en una interminable letanía de ilusiones y expectativas. 

Hoy, 21 de marzo de 2017, hemos llegado al ecuador de la Cuaresma y, en verdad, tengo la sensación de haber caminado una eternidad para llegar hasta aquí. Miro hacia adelante y, paradójicamente, siento que la Semana Santa cada vez está más lejos. Me marco objetivos, señalo fechas en el calendario, pero mi vertiginosa impaciencia se adelanta siempre al pesado movimiento del péndulo. Tomo consciencia de que, en estas fechas, me resulta imposible adecuar mi ansia al discurrir natural del tiempo y esta descoordinación me sume en el desasosiego. 

No hay nada que hacer, es una batalla perdida. A veces me consuelo autoconvenciéndome de que acudir a los viacrucis matutinos es la receta perfecta para disponer el alma a cuanto ha de llegar, que escuchar todos los programas radiofónicos posibles es el modo adecuado de preparar el espíritu, que estar al tanto de todo lo que se publica sobre cofradías en Internet y en las redes sociales me salvará de esta inquietud, pero todo es en vano, porque cuanto más busco más se me revela lo que no alcanzo.

Y pese a todo, hay algo que aún me angustia más: la sensación, casi la certidumbre, de que, debido a que mi ilusión es tan desmedida, ninguna Semana Santa venidera podrá colmar mis expectativas. Así que sobre mi ánimo se cierne una sombra, como un hado, como un mal augurio, que no me deja disfrutar plenamente de la Cuaresma. Llegará el Viernes de Dolores y mi ansia correrá tras todas las procesiones que durante diez días pueda ver, pero por más que corra, por más que me esfuerce, la Semana Santa siempre correrá más que yo y cuando me vaya a dar cuenta, sólo me quedará descontar los días que faltan para la próxima Semana Santa.

¡Ay, que mi destino es un bucle en el que renovaré este ciclo hasta el día que me muera!  
¡Ay, que vagaré eternamente buscando lo que ya fue, lo que es y lo que seguirá siendo! Y en realidad siempre y nunca lo encontré, lo encuentro y lo encontraré.

No hay nada que hacer, es una batalla perdida...