No recuerdo en que momento
comencé a sentir este entusiasmo por la Semana Santa, pero si tengo claro
quienes me transmitieron esta pasión. Mi padre y mi tío me cogieron de la mano para
que les acompañara a vivir los diez días más maravillosos del calendario.
Conforme pasaron los años mi agitación fue creciendo, y en cuanto llegaba la Cuaresma
me lanzaba a conseguir los programas y revistas que se publicaban en estas
fechas y a releer con fruición los pocos libros que tenía sobre Semana Santa.
Llegó un momento en que la Cuaresma se me quedaba corta y necesitaba más, pero
me autoimpuse la abstinencia cofrade pues fui consciente de que estaba
obsesionado y terriblemente enganchado. A día de hoy y ante la evidencia de que
no tengo solución, me dejo arrastrar por mi adicción nazarena durante todo el
año.
¿Saben por qué les cuento esto? Porque
sé que es un sentimiento compartido, porque en esta bendita Cofradía de la
Caridad hay personas que están tan trastornadas como yo, que nos encanta estar
en el chiringuito de la playa hablando de procesiones, que cuando viajamos en
Agosto o en el puente de la Inmaculada o en Navidad, nos mandamos fotos de
Cristos, Vírgenes y pasos de otras Semanas Santas para comentarlas, porque
cuando tenemos nuestras reuniones del trono, la post-reunión se convierte en
una interminable tertulia cofrade, porque cuando estamos en los últimos fríos
de febrero y caminamos noctámbulos bajo los naranjos de la Plaza de las Flores,
nos miramos cómplices porque hemos sentido al mismo tiempo la incipiente
fragancia del azahar.
En mi familia, en cuanto a enajenados
por la Semana Santa, se podría decir que mi padre y mi tío son la versión 1.0, que
yo soy la versión 2.0 y que por detrás, con solo 5 años, viene mi hijo, que es
la versión 3.0 (corregida y aumentada). El que les hable de mi hijo no tiene el
propósito de contaros lo guapo, lo listo, lo alto y simpático que es, sino
porque se puedan sentir identificados, bien porque tengan un hijo o una hija
con unos comportamientos similares o bien porque hayan sido hijos que han
imitado a sus padres en el sentir nazareno.
Mi hijo vistió su primera túnica
de nazareno con 8 meses. Prácticamente no salió del carrito, pero me atrevería
a decir que se sentía feliz de ir ataviado así.
La primera vez que mi hijo recorrió entero el pasillo de mi casa fue tocando una trompeta de juguete. Iba procesionando y, al estar más concentrado en la trompeta que en caminar, consiguió no caerse durante 30 segundos.
Mi hijo era incapaz de quedarse
sentado delante de la televisión ni con Pocoyó, ni con Cantajuegos, ni con
Micky Mouse, ni con nada. Pero teníamos un arma secreta, ponerle videos de
procesiones. No era la panacea, pero conseguíamos que al menos durante un
ratito se estuviera quieto.
Tampoco conseguía estar jugando
con algo demasiado tiempo. Pasaba de una cosa a otra con inusitada rapidez. Con
tres años, con lo único que se entretenía más de 15 minutos era tocando el
tambor ¡Qué alegría para los vecinos y la familia! Pasaba de la burla al toque
de la BRIPAC y de éste al de la Cofradía del Refugio (como él decía: “el tambor
de la procesión de la noche”).
En una ocasión estábamos tomando
un aperitivo en una terraza del centro de la ciudad. De repente la mesa se
movió, volcándose los vasos que había sobre ella. A mi hijo no se le había
ocurrido otra cosa que meter el hombro bajo la mesa como si estuviera cargando
un trono.
Ante la insistencia y la locura
de mi hijo, mi madre le hizo un paso de Cristo a pequeña escala, con sus varas
y almohadillas incluidas. Este trono está en casa de mis padres, y cada vez que
vamos a visitarles nos organiza una procesión donde cada uno de los miembros de
la familia ocupamos un lugar en el cortejo, no falta el tarareo de la marcha
real a la salida y a la recogida.
Muchas veces, cuando vamos al
supermercado y el carro de la compra va cargado, mi hijo me ayuda a dirigirlo,
pero para hacer los giros apoya su hombro sobre el carro y saca los pies para
empujar como si estuviese cargando en un paso. En otras ocasiones se pone
delante haciendo de cabo de andas. Cuando quiere que paremos da un golpe en el
frente del carro, cuando quiere reanudar la marcha, otro golpe. Me va mandando,
izquierda, derecha, más despacio. Lo malo es que yo le sigo el rollo y casi siempre
acabamos en la sección de los dulces.
Tuve que esconder los guantes que
uso en el Vía Crucis ya que en cuanto me descuidaba me los quitaba, se colocaba
la medalla de la Cofradía, cogía una cruz que se fabricó con listones y cinta
adhesiva e inmediatamente convertía el pasillo de casa en el recorrido de las
estaciones de penitencia.
En las navidades de 2015 le
apuntamos a un concurso de pintura en el Museo de Bellas Artes. Tenía que hacer
un dibujo navideño basándose en lo que podía verse en el museo. Lo que le
inspiró fue una escultura de Cristo, así que su creación navideña fue un dibujo
de Jesús crucificado.
A él le encanta disfrazarse. El
otro día nos sorprendió cuando salió vestido de legionario, cantando el Novio
de la Buena Muerte y portando sobre los hombros su cruz de listones e imitando
a los legionarios que en Málaga acompañan al Cristo de Mena.
Esta navidad ha hecho dos
comentarios que por sí solos dan la medida de su obsesión. Le regalaron una
campanita como la que usa Papa Noel, estaba en su habitación tocándola y me
dice: “¿A qué así es como toca la campana el hombre de la capa que va en el Vía
Crucis del Cristo de la Caridad?”. La otra anécdota es que los Reyes Magos le
dejaron en su habitación un montón de globos dorados. A él se le ocurrió que
los globos dorados se los había dejado Melchor porque era este rey el que le
había regalado oro al niño Jesús. Acto seguido me comentó: “¡Qué bien! A lo
mejor Gaspar nos ha traído incienso”.
Me dejo muchas anécdotas en el
tintero, pero entiendo que esta docena es más que suficiente para ilustrar que mi
hijo es nazareno de la Caridad durante todo el año.
En 2015 salió por primera vez con
su túnica corinta tras el paso. Iba concentrado en lo que tenía que hacer, serio, casi sintiendo
la responsabilidad de ser nazareno murciano. Llegó hasta el teatro Romea, no
podía más de cansancio y de sueño, y aun así, su madre lo sacó de la procesión
a regañadientes. Al año siguiente hizo el recorrido completo, para él era
inconcebible no llegar de vuelta a Santa Catalina. Repartió todo lo que llevaba en su sená, en la mía y en
la de varios miembros de la dotación del paso. Estaba atento a todo,
empapándose de lo que se vive en la procesión, fijándose en como cargamos unos
y otros. Me llegó a reprochar que me estaba acostando demasiado y que me dejara
de hacer postureo. Luego se fue de la mano del cabo de andas hacia adelante
para mandar el trono (a su manera) durante unos instantes. Habló con casi todos
los estantes y escuchó atentamente lo que cada uno le decía. Al final de la
procesión uno de los nazarenos fundadores del paso me dijo que con lo que más
había disfrutado de la procesión era con la ilusión de mí hijo.
Sé que yo soy prescindible en la
Cofradía pero nuestros hijos e hijas no lo son. Nosotros hemos recibido una
herencia que nos ha calado hasta lo más hondo, que nos hace vibrar, que nos
emociona intensamente y que día a día vamos trasmitiendo a los que nos suceden.
Nuestra identidad colectiva, nuestros anhelos y nuestras esperanzas están incrustadas
en este legado. Necesitamos a nuestros hijos para que preserven la esencia
nazarena y mantengan encendida la llama de la Semana Santa. En su ilusión va
nuestra ilusión y de su entusiasmo se alimentarán los que han de venir para
perpetuar la más hermosa de las celebraciones.