lunes, 6 de octubre de 2014

Otra vez octubre





















                                                                                                                                Fografía deFrancico Nortes
                                                                                                            
                                                                                           
Ya estamos de nuevo en octubre, y por tanto la Virgen del Rosario vuelve a asomarse por esta rendija de mis pensamientos. Mañana la función principal con procesión claustral, y el sábado procesión por las calles del centro de Murcia.

Ya son muchos años, quizás 10, no lo sé, pero me siento feliz de pertenecer a este grupo, de sentirme partícipe de esta bendita locura, de compartir durante estos primeros días de otoño unos raticos amables y emotivos. 

Me siento comprometido y me gusta ser una pequeña pieza más en este engranaje que, casi sin saber cómo, se pone puntualmente en funcionamiento. 

Esta cofradía hace las cosas con estilo, con mucho cariño, con mimo, también con autocrítica. Creo que nos hemos ganado el respeto de la Murcia cofrade, que hemos sabido encontrar nuestro sitio dentro de las procesiones de gloria. 

La Archicofradía del Rosario tiene una personalidad bien definida, que en la calle se refuerza con aspectos inconfundibles como la luz, la música de la banda de Santa Cecilia de Sorbas y sobre todo el trono baldaquino, que convierte a la Virgen del Rosario en un ascua de velas que flota airosa por la tarde noche murciana.

Pero en verdad, me da igual si nos miran bien o mal, si somos mejor o peor valorados, porque al final es algo que haces para ti, y aunque se trate de una manifestación destinada a sacar la Iglesia a la calle, no puedo entenderla más que como una expresión íntima y  profunda, donde quieres hacerlo lo mejor posible, pero no para el público. No salimos para que nos vean, nos ven porque salimos, y lo que me motiva es sentir ese soplo tenue en el que todo se alinea y cristaliza en una emoción sincera. 

El trono entra en la calle Santa Ana 
lento, más lento, con la tentación del paso atrás. 

Alguna mirada se asoma furtiva desde las rejas altas de la clausura,
 y en la portería del convento la felicidad se manifiesta a través de sonrisas plenas, 
iluminadas por la certeza de la gracia de Dios. 

Es el momento en el que la banda de Sorbas, estantes, comunidad de monjas dominicas, 
cofrades y público en general se fusionan 
para venerar con algarabía a la Virgen del Rosario.

Comienzan a llover pétalos,
 los vítores y aclamaciones se suceden, 
suena Encarnación Coronada, 
DIOS TE SALVE MARÍA… 


De nuevo estoy aquí a las puertas del templo, 
exhausto pero satisfecho.

 Aun el trono ha de salvar el cancel 
y sólo es posible bajándolo a ras de suelo. 


Primer toque, arriba, 
segundo toque, a brazo. 
paso a paso se va salvando la puerta,
suena la Marcha Real.


Ya estamos dentro 
y la Reina de Santa Ana vuelve a iluminar con su fulgor las naves de la iglesia.

Por unas horas las monjas dominicas nos han regalado el honor
 de portar sobre nuestros hombros a la madre de Dios. 
Y sí, soy feliz.

martes, 11 de febrero de 2014

Rincones de mi memoria (Viernes Santo II)

                                               Plaza de Esteve Mora, al fondo San Bartolomé.





La tarde del Viernes Santo es una melancolía de ritmo lento y desazón profunda. Con ansia de última hora me lanzo a la calle, arrancando a dentelladas la última luz, el último sonido.
 Busco desesperado el último momento de fugaz delectación.

¿Pero qué es esta caricia que tanto me apena y me llena? 

Será el caminar lento de repizco negro y caramelo dulce,
esa sábana blanca que, aérea, pende del madero,
ese tintineo de lágrimas sordas y velas doradas.



Las procesiones de la tarde del Viernes Santo son de mis favoritas, tienen todo lo que se puede esperar. Excelente imaginería, buenos tronos, tradición, sabor, verdad… pero sobre todo ese sorprendente equilibrio entre la sobriedad y el júbilo, entre la tristeza y el regocijo.
En muchas ocasiones he percibido que estas procesiones transcurren al ritmo que marca mi alma, procesiones que funcionan como alter ego de mi mismo. Es algo que no siempre ocurre, depende de tantas circunstancias, tanto externas como internas, que rara vez se puede alcanzar esa plenitud. Pero la he sentido, yo la he sentido, no como un presentimiento, sino como una certeza. Son momentos de una embriaguez tal que, por unos instantes, me olvido de todo lo que me rodea, para fusionarme, como un solo ente, con la procesión.

Hace unos años el recorrido de las cofradías de la Misericordia, Servitas y Santo Entierro se hacía a la inversa, por lo que en la Plaza Santa Gertrudis era donde la Misericordia continuaba hacia su recogida en San Esteban, y las otras dos tomaban por Calderón de la Barca camino de San Bartolomé. Era en esta zona donde me gustaba ver estas procesiones, pues se trata de un lugar recogido y donde no mucha gente veía el desfile. El punto exacto en el que más he disfrutado ha sido en la confluencia de la calle Calderón de la Barca con la Plaza Esteve Mora. Desde aquí, entre los naranjos de la plaza, se vislumbra la puerta de la iglesia. Siempre ha sido una emoción contradictoria pues nazareno a nazareno, paso a paso notaba como se me escurría la noche. Entre la melancolía y el deleite, la Semana Santa se iba apagando.