martes, 11 de febrero de 2014

Rincones de mi memoria (Viernes Santo II)

                                               Plaza de Esteve Mora, al fondo San Bartolomé.





La tarde del Viernes Santo es una melancolía de ritmo lento y desazón profunda. Con ansia de última hora me lanzo a la calle, arrancando a dentelladas la última luz, el último sonido.
 Busco desesperado el último momento de fugaz delectación.

¿Pero qué es esta caricia que tanto me apena y me llena? 

Será el caminar lento de repizco negro y caramelo dulce,
esa sábana blanca que, aérea, pende del madero,
ese tintineo de lágrimas sordas y velas doradas.



Las procesiones de la tarde del Viernes Santo son de mis favoritas, tienen todo lo que se puede esperar. Excelente imaginería, buenos tronos, tradición, sabor, verdad… pero sobre todo ese sorprendente equilibrio entre la sobriedad y el júbilo, entre la tristeza y el regocijo.
En muchas ocasiones he percibido que estas procesiones transcurren al ritmo que marca mi alma, procesiones que funcionan como alter ego de mi mismo. Es algo que no siempre ocurre, depende de tantas circunstancias, tanto externas como internas, que rara vez se puede alcanzar esa plenitud. Pero la he sentido, yo la he sentido, no como un presentimiento, sino como una certeza. Son momentos de una embriaguez tal que, por unos instantes, me olvido de todo lo que me rodea, para fusionarme, como un solo ente, con la procesión.

Hace unos años el recorrido de las cofradías de la Misericordia, Servitas y Santo Entierro se hacía a la inversa, por lo que en la Plaza Santa Gertrudis era donde la Misericordia continuaba hacia su recogida en San Esteban, y las otras dos tomaban por Calderón de la Barca camino de San Bartolomé. Era en esta zona donde me gustaba ver estas procesiones, pues se trata de un lugar recogido y donde no mucha gente veía el desfile. El punto exacto en el que más he disfrutado ha sido en la confluencia de la calle Calderón de la Barca con la Plaza Esteve Mora. Desde aquí, entre los naranjos de la plaza, se vislumbra la puerta de la iglesia. Siempre ha sido una emoción contradictoria pues nazareno a nazareno, paso a paso notaba como se me escurría la noche. Entre la melancolía y el deleite, la Semana Santa se iba apagando.